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EXTRACTO QUE ENCONTRE POR AHI:

Durante dos años, Melissa Gutiérrez -periodista de The Clinic Online- y Sebastián Alburquerque investigaron el breve boom del cine porno en el país. Por el libro, que forma parte de la colección Periodismo UDP/Catalonia, se pasean las dramáticas biografías de los muchos emprendedores que han incursionado en el género. Acá, dos extractos del texto: uno sobre Leonardo Barrera, el Spielberg que no fue, y la vez que los gringos usaron a Chile –y las chilenas- como locación.



Historias de una industria fracasada

Uno de los mayores tesoros de Leonardo Barrera como realizador de porno es su archivo de eyaculaciones. Decenas de corridas grabadas con lujo de detalles forman parte de esta colección. La razón de ser de este banco de imágenes tiene directa relación con uno de los grandes secretos de esta fracasada industria nacional: ningún actor era capaz de mantener una relación sexual por más de cinco minutos.

–Era habitual que los actores acabaran antes de tiempo –recalca Barrera–. En una película puede parecer que el tipo lleva como quince minutos dándole. ¡Pero es falso! El tipo a lo mejor duró un minuto, pero grabaste una escena, la archivaste, después continuabas y la pegabas en otro momento. Entonces, puedes estar repitiendo escenas. Al actor le decías que grabáramos después, que descansara un rato. Claro, y después en la película, se ven 20 minutos de sexo y una eyaculación de 200 litros.

Otro secreto es que se fingían eyaculaciones masculinas. El proceso era técnicamente simple, pero requería de cierto oficio y vocación por la actividad. Se tomaba una pajita o tubo de plástico relleno con una buena cantidad de crema cosmética, se adosaba a la parte de abajo del pene y se apretaba con fuerza y de una sola vez en el extremo no visible. Con la cámara en la posición correcta, parecía una eyaculación cremosa y real.

Sin embargo, lo más complicado y difícil de combatir eran los penes fláccidos. Para un director porno, que el miembro de alguno de sus actores no responda puede ser tan grave como la presencia del gas grisú para el minero del carbón. Basta eso para que toda la actividad en el set se interrumpa, hasta que el infortunio se dé completamente por superado.



–A ningún actor se le paraba –sentencia Barrera–. Fuera de cámara a todos se les para, pero prendiste la cámara y a todos se les baja. Tenían mil excusas: “No, es que anoche no dormí por estar culeando…”. Todo el mundo decía que estaba tirando el día antes, ah. Otro dirá: “Me inhibo un poco”.

Según cuenta, era en esos momentos cuando entraban a tallar el oficio y la maña del buen realizador y su equipo.
–Ahí como director sacas un poco de gente del set, te vas para afuera a ver por el monitor… A menos que la mina sea muy rica y te quedas para ver. Entonces, para los cachos de paragua usábamos algunos secretitos: Se lo amarraban, lo mismo que hacen los vedettos. Los vedettos se masturban un poco y después se lo amarran. Así impiden que la sangre se les devuelva. A eso le llaman “el truco”. Muchas veces nos vimos obligados a hacer lo mismo. Y una vez usamos Caverjects. Son unas inyecciones peneanas que se usan en exámenes de próstata, que en el fondo es agua. Cuando te hacen ese examen te ponen la inyección directamente en el pene y después una cánula para que botes el agua. Pero aquí nosotros no poníamos cánula –acota antes de lanzar una carcajada cómplice–. El efecto te dura hasta que el cuerpo absorbe el agua. Estás cinco horas con la cuestión, no sintiendo nada. Pero la usamos una vez porque eran re caras, y no todos estaban dispuestos a ponérsela. Se inyectaba en el glande y con una jeringa bastante grande.

–¿Lo hiciste tú?
–No, estás loco, ni cagando, hubiera sido pelotudo –dice Barrera antes de volver a explotar en risas.

Todos estos trucos los fue aprendiendo en el camino. Después de diez años de carrera podría hacerlos con los ojos cerrados.

Pero hubo un momento en que todo fue improvisación a ciegas, en que Barrera no conocía los trucos, en que no había archivos de acabadas.

En el inicio, sólo había Historias de una adolescente ninfomaníaca (2000).

La estrella femenina de la primera cinta porno nacional no tiene nombre. En los anales de la actividad sólo quedó el seudónimo de Pussycat (Gatita) con el que firmó la obra. Leonardo Barrera trabajó con esta anónima pionera hasta Hanito (2000) y nunca más volvió a saber de ella.

–Era la polola de un amigo. Si está viva, muerta, si fue mamá, no lo sé –revela.

Historias de una adolescente ninfomaníaca, como todo mito, tiene un halo de misterio alimentado por la escasa información existente. La trama es tan lineal como apabullantemente simple: Una mujer llega a vivir a un edificio y en lo que dura la película seduce al administrador y a un vecino. Fin, ruedan los créditos.



Nació como un cuento político –dice Barrera, echando su cuerpo hacia adelante de la silla en que está sentado. El hombre está en su casa, que a la vez usa de oficina en el apart hotel que administra, en la comuna santiaguina de Providencia.

–Fue un método de presión para poner en el tapete el tema de la libertad de expresión. Todos se habían olvidado que en Chile existía censura. La película fue enviada al Consejo de Calificación Cinematográfica para que pasara la censura. Y si no pasaba, bueno, queríamos empezar a crear polémica. Ese fue el origen real de la primera película porno. Y tal como lo pensamos, eso permitió que se generara todo un boom mediático.

El Consejo de Calificación Cinematográfica no tenía otra opción más que aceptar la cinta. La disputa legal que mantenía el Estado chileno con la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por el caso de la película La última tentación de Cristo, a raíz de un requerimiento presentado por abogados chilenos, se veía perdida. Una recomendación del tribunal internacional, antes que emitiera su juicio final en febrero del 2001, aconsejó a Chile eliminar la censura de su Constitución y cesar su práctica.

–No teníamos conocimiento de tal película ni de su director –dice Juan Pablo Olmedo, uno de los abogados que presentó el requerimiento ante la CIDH, en referencia a Historias de una adolescente ninfomaníaca y a Barrera–. Tampoco ambos fueron objeto de cita o referencia alguna en todo el proceso seguido en Chile y ante la CIDH –recalca.

A diferencia de las grandes lides en pro de las libertades públicas, donde Barrera nunca ha sido un extraño es en todo lo vinculado con el erotismo. Asegura que desde pequeño vivió una sexualidad desbordante. En su edad colegial espiaba a sus compañeras debajo del pupitre, tratando de ver alguna prenda íntima furtiva. Se masturbaba en la sala de clases. Trataba sin éxito de espiar debajo del hábito de las monjas en su colegio. Según ha contado, llegó a masturbarse cinco o seis veces al día . Para él, un actor de profesión, terminar haciendo películas porno parecía, más que un paso lógico, una suerte de designio.

Un designio que acabaría doblegándolo en el 2000. Con un amigo reunieron dos millones de pesos para lanzarse a su primer proyecto triple X. Buena parte del capital lo gastaron en comprar una cinta de formato profesional llamada Umatic (que cada vez sería menos usada a favor del Betamax). Fue una instancia amateur, donde actores, camarógrafos, iluminadores, editores y sonidistas, se conocían.

–Fuimos como seis amigos, sin mucho recurso técnico. Insisto, era una prueba para ver si pasaba. Y pasó. Si uno lo analiza, sí, fue la primera película porno calificada y eso lo va a ser siempre. Y lamento haberla hecho bajo un concepto tan a la ligera. No evalué eso. Pero tampoco me podía poner a invertir lucas si no pasaba y me iba preso más encima –recalca el padre de los primeros gemidos audiovisuales criollos.

En la cinta, los bajos recursos técnicos se reflejan en largas escenas donde el audio ambiente es reemplazado por música, mientras la cámara enfoca a actores con el rostro tapado con máscaras y pañuelos. En total, la producción duró tres meses, acomodando los fines de semana de los involucrados. Quizás por su estatus de “culto”, su baja distribución (300 copias en VHS) y pobre factura técnica, hoy es imposible encontrarla. Historias de una adolescente ninfomaníaca ni siquiera había sido colgada en internet cuando esta investigación llegó a su fin. “Perdí todas las copias. También he querido tenerla. No salió el DVD, no alcanzó y se perdieron los masters”, se lamenta su creador.

Panochitas

–Bueyes, qué léstima, buena suerteu, medios tibio, profundou, despaciou, rapidou, hoy veces grite, panochitos.
El que pronuncia estas palabras es Lexington Steele, un afamado actor porno norteamericano de raza negra y cabeza rapada, el único en ganar tres veces el premio Male Performer of the Year (Mejor Artista Hombre del Año), entregado por la Adult Video News Magazine (AVN) en Estados Unidos y estrella de cintas clásicas del género, como Lex el empalador I, II, III, IV, V, VI y VII. Steele está mirando el atardecer en Santiago de Chile, desde el último piso de un apart hotel en Providencia. Es una escena de Panochitas XI, una de las dos películas grabadas en suelo chileno por el director porno estadounidense Mike John, realizador de más de 150 cintas para adultos.

Es el 2003, una época marcada por tímidos aires de liberalización en la escena nacional. En La Moneda llevaba tres años el Presidente socialista Ricardo Lagos, el país estaba a un año de aprobar la Nueva Ley de Matrimonio Civil, que por primera vez permitiría el divorcio, y el en ese tiempo alcalde de la comuna de Santiago, el supernumerario del Opus Dei Joaquín Lavín, recibía en su oficina a las chicas del café con piernas Barón Rojo, ubicado en su comuna y famoso por atender a sus clientes con muchachas ligeras de ropa. Las cafeteras estaban promocionando un calendario modelado por ellas en bikinis y topless, y el alcalde autografió el muslo a la que coronaba el mes de su cumpleaños, la chica Octubre. Luego de ser derrotado por Lagos, Lavín preparaba su segunda candidatura presidencial y su reunión con el Team Barón Rojo era un paso más en su estrategia por mostrarse más tolerante y liberal.

Panochitas es una afamada serie de la productora Diabolic que se especializa en la grabación de escenas porno con primerizas fuera del territorio de Estados Unidos. La primera de estas cintas se realizó en 1998. Sus creadores llegaron a Chile gracias a Pablo Aguayo, con quien se contactaron para que fuera el productor in situ de las dos versiones chilenas de la saga. En estricto rigor, era el encargado de conseguir a las actrices.

Junto a Steele venía el otro protagonista masculino, el canadiense Erik Everhard, un fornido rubio de casi 1.80 de altura que ostentaba en su curriculum varias decenas de cintas del género.

–Llegaron, los fui a buscar al aeropuerto, pasaron a una clínica en Providencia y se hicieron el examen del SIDA al toque, como a las nueve de la mañana –cuenta el productor Pablo Aguayo–. Y a las doce ya estaban dándole. Yo les había conseguido dos minas y al tiro empezaron. Y los hueones podían darle a seis minas y querían más. Superdotados. El rubio [Everhard] iba al baño y decía: “¿Tenís unas revistitas porno que me prestís?”. Pensaban todo el día en esa huevá.

El casting era más o menos así: Aguayo conseguía escorts del medio local dispuestas a trabajar con Steele y Everhard, y los estadounidenses se dedicaban a descartar a las que tenían cicatrices, estrías o pechos caídos. Según Aguayo, de cada diez chicas que traía quedaban tres. La paga: $400 mil por escena, que ascendía a $500 mil si incluía penetración anal y $600 mil si además accedían a la doble penetración simultánea. Sólo dos actrices se llevaron esos $600 mil. Las únicas condiciones de las chicas era que la película nunca, nunca, nunca, fuera exhibida en Chile.
Pero internet se encargó de aquello.

Panochitas XI y XII se grabaron en un total de cinco días. “Se tiraron como seis minas cada uno. Y le daban, terminaban y llegaba otra al tiro: ¡Al tiro! A veces la otra mina estaba esperando ahí mismo. Era la cagá. Yo no podía creerlo. Eran superdotados. El negro [Steele] quería que le consiguieran marihuana, fumaba y quedaba más loco y quería más, quería más. Yo quedaba para adentro, impresionado”, recuerda Aguayo.

Cherry, Wendy, Laura, Samantha, Arlet, Jeannette, Imy, Amanda y María Paz, todas chilenas, actuaron en ambas películas. En las escenas, cada una de las actrices mostró más pericia que la mayoría de sus colegas de cintas nacionales. Realizaron contorsiones y acrobacias sin ningún problema. Incluso las actrices que trabajaron con ambos pornostars a la vez salieron bien paradas. Mike John, el director, es un fanático de los primerísimos primeros planos y acercaba el lente de la cámara peligrosamente cerca de las embestidas. Otro de sus sellos era hacerles una pequeña entrevista a las actrices al final de cada escena.

–Leche, leche, dame tu leche– dice una de las chicas, en un español que su contraparte masculina no entiende. El lenguaje corporal trasciende, y el galán dispara sobre su rostro.
–Me hiciste comer, malulo– dice la chilena a la cámara.

El rostro del destape

Hacia 2004, Reichell daba entrevistas a todos los medios, con declaraciones de este calibre: “Me gustaría quedar convertida en sánguche erótico por Amaro Gomes-Pablos, que es muy rico; por Iván Núñez, que tiene un no sé qué de lujuria contenida, y por Marlén Olivari, que se gasta un cuerpo fenomenal y que se nota a la legua que es súper ardiente”. Como un secreto a voces, se fue esparciendo la existencia de las producciones porno nacionales. Y Reichell era la carta de presentación, el mascarón de proa de la pequeña pero ganosa industria.

–Me favoreció ser la primera que dio la cara –reflexiona ella–. Yo creo que eso fue la gran razón de por qué los medios me siguieron. Y a las otras niñas creo que se les subieron ciertos aires de diva. O sea, si yo acá estuviera siendo una mina pesada contigo, y que “se tira los peos arriba del poto” ¿cómo me tratarías después? Sería una vez no más que me entrevistarías. Yo siempre he dicho que los periodistas o te suben o te bajan hasta más abajo del suelo. Entonces, yo creo que por como soy, igual con todo el mundo, porque nunca he cambiado y nunca voy a cambiar, muchos periodistas me tomaron mucho cariño. Y eso también ayudó.

Una verdadera estrella porno no está completa sin su propia película dedicada ciento por ciento a ella. Y el turno de Maritza Gáez llegaría con Las Fantasías de Reichell (2003). La película se grabó en un día y fue dirigida por ella en conjunto con Barrera. El filme es minimalista: se despoja de toda trama y muestra a Reichell en 60 minutos de sexo.
El set principal fue un café con piernas iluminado sólo por los focos de grabación. Reichell tiene como aliada a María José, una chica menuda, con pechos pequeños, cabellera corta, lentes ópticos y rasgos afilados, más probable de encontrar en un vagón del Metro que en una fantasía sexual. Y ambas se enfrentan a una docena de hombres. El fondo negro del café no refleja la luz de los focos. Mientras Reichell es penetrada vaginalmente, le practica sexo oral a otro actor. El que recibe la felación es Atilio, un buzo especializado en caza de tiburones y mantarrayas. Sus 17,5 centímetros de virilidad le aseguraron un lugar en la producción. Cuando se presentó al casting, la misma Reichell le preguntó si se excitaba fácilmente.

–Ve tú, poh –respondió él, desafiante.
Reichell lo palpó.
–¡Está durito! Quedaste.

La paga para cada actor: nada. Como diría Leonardo Barrera años después: “El hombre es el arroz graneado de la película porno”.

–Siempre supe que servía para esto –declararía Atilio al semanario The Clinic en su momento–. No soy ninguna maravilla, pero tengo varias gracias. La primera es mi eyaculación sobrenatural. Me sale mucho. Cuando eyacule al final de la película, alcanzaré a un camarógrafo. Y también tengo mucho autocontrol y aguante; puedo estar toda una noche dándole a una mina como si nada. De puro caliente que soy. Soy tan caliente que soy de los que al ver una mina en la calle, se me para al tiro. Por eso me metí en esto, porque me gusta culear. Tiene algo de sencillo y puro el sexo. En algún momento los hombres debieron aparearse como lo hacen los perros en las calles ¿o no?.

De vuelta en el set de Las Fantasías de Reichell, la protagonista y María José están en el centro del café con piernas. Otros hombres miran apoyados en la barra mientras se masturban por debajo del pantalón. Algunos de los compañeros de labores de las actrices no se sacan toda la ropa. En polera y con sus miembros al descubierto se plantan frente a la boca de ambas, esperando recibir una felación. En algún momento, Reichell está totalmente ocupada. Está siendo embestida en su vagina, ano y boca. Todo eso mientras piensa en cómo se verá el plano detalle de sus genitales.
–Fue complicado. Estaba muy nerviosa esa vez –explica la diva¬–.

Una, por la presión de tener que terminar todo en un día, porque el café obviamente tenía que seguir funcionando a la mañana siguiente. Esa presión no me gustaba. Yo estaba muy compenetrada con el asunto de la película. Yo estaba preocupada de todo, pensando en cómo se iba a ver desde afuera. Y veía que las cámaras a veces estaban donde yo no quería. Y, por otro lado, había un actor, un “actor” entre comillas, que no me gustaba y él lo único que le decía a Leonardo es que quería conmigo. Y yo le dije a Leonardo: “No me pongas este tipo, por favor”. “No, si se lo voy a dejar a la Flaca”, me dijo Leo. Después, me tocó un tipo que se juraba bakán, se creía poco menos que Rocco Siffredi [la estrella mundial del porno, con más de 300 películas y un pene legendario]. Y el tipo era súper brusco, muy animal… Entonces, ese tipo de cosas no me gustaban. Fue bien desagradable todo.

A las dificultades en el set se sumaron los rápidos cambios que estaba sufriendo la industria audiovisual en el mundo, y que golpeaban con especial dureza a las producciones triple X. Justo con la salida al mercado de Las fantasías de Reichell, el primer lanzamiento de Barrera en formato DVD, el método del más prolífico director del porno chileno para contener a los piratas, simplemente dejó de funcionar.

–Recuerdo que en esa época todos los videoclubes, todas las distribuidoras, soñaban con el DVD –explica Barrera–. “Con el DVD se termina la piratería”, soñaban. Yo me cagaba de la risa. Lo mismo soñaban con el Blu Ray. Hoy día te compras un buen computador que te costó 500 lucas y haces cualquier cosa. Cualquier cosa. Entonces, cuando llegó la tecnología digital, en vez de parar la piratería, la llevó a la casa ¿Por qué? Porque hoy día el tipo ni siquiera tiene que salir a la calle, no tiene para qué ser pirata. Busca la película en internet y la baja. Se acabó.

Reichell, la co-directora de su propia cinta-homenaje, aporta con otro dato:
–Los mismos dueños de los sexshop y de los videoclubes se estaban ayudando. Entonces, te compraban de una sola vez 200 copias. Cuando después preguntabas si querían comprar de nuevo, decían: “La gente ya no quiere más”. Pero los tipos seguían sacando copias. De hecho, eso me lo ratificó un amigo de un sexshop. “Mucha gente hace eso”, me dijo, excluyéndose, pero sé que él también lo hacía. Entonces, frente a eso no te dan ganas de seguir. ¿Para qué? ¿Para trabajar para ellos?

Luego del lanzamiento de Las Fantasías de Reichell, la diva fue contactada por unos pornógrafos de Valdivia. Le ofrecían una escena por 300 mil pesos. Reichell aceptó. Pero cuando llegó al set se enteró que sería la única mujer que compartirían cuatro noveles actores. Uno de ellos, musculoso y muy bien dotado, no podía lograr una erección frente a las tres cámaras digitales que registraban la acción. Y las emprendió contra Reichell.

–Parece que el tipo era vedeto, qué sé yo. Comenzó a gritar que yo no le gustaba a él de una forma muy desagradable. No se le paraba y me echó la culpa. Para un hombre que llega y se hace el pulento, el canchero, el que cree que va a funcionar y después no funciona, es fácil echarle la culpa al otro. Y después, por otro lado, me tocó otro niño que era hediondo… Lo tuve que mandar a lavarse. Con la ducha se le pasó, pero igual te queda ese gustito amargo. Si sabe que lo van a grabar, mínimo que se lave. Es como que yo pase todo el día en la calle y vaya a grabar una película y no me lave. Esa cuestión choca.

Reichell nunca supo si lanzaron la película, pero esa grabación no figura en ningún registro de creaciones pornográficas nacionales.

Es la escena perdida en la trayectoria de la estrella.

FUENTE: THE CLINIC.
“El club de la carne.
La fracasada historia del porno chileno”
Sebastián Alburquerque y Melissa Gutiérrez.
Periodismo de investigación. Catalonia-UDP, Colección Tal Cual
160 páginas. Precio: $10.900