Mi madre italo-española, y mi padre mapuche-anglo; jamás pensaron que su heredero pagaría por comer algo, antes en su infancia detestado.
La primera vez que hice pucheros frente a un plato de Carpaccio, mi madre me dijo: agradece que está muerto. Y mi padre, ante mi asco manifiesto mirando la cacerola con criadillas gelatinosas, me dijo: Ojalá que cuándo te mueras, alguien quiera comerse siquiera tu corazón.
Claro, mi madre acostumbrada a practicar la punción cenital y decapitar vacas tal como si fueran botellas de cerveza, comprendía la significancia de la vida que había dado origen a lo que se me ofrecía al paladar. Y mi padre, queriendo convertir a su hijo macho en una bestia barbárica, se olvidó que un niño difícilmente puede aceptar gónadas, como platillo principal.
Hoy por hoy, pagando un alto precio por tan rústicos bocados, me afloraron estos recuerdos que con fuerza, e imaginando mi linaje que al borde del Mar Mediterro, me hacen sentir más desheredado que el Marchiali de Voltaire.
Bueno, eso nada más para preguntar acerca de que nos hace chilenos, que nos hace logianos, que nos hace ser crueles y despiadados en un espacio que es virtual. Si cobraran por entrar a La Logia, hasta seríamos más consecuentes.